Dinero y
espiritualidad
Gustavo Fernández
Se trata de una
discusión tan vieja como el inicio —ambiguo— de esta Era de
Acuario. Terapeutas alternativos, complementarios y holísticos,
parapsicólogos, orientadores y facilitadores en técnicas y recursos
para el despertar espiritual, la autorrealización y la autoayuda,
¿debemos cobrar o no por los servicios que ofrecemos?
Quien avisa no es
traidor: yo vivo de estas actividades, gracias a estas actividades y
(lo más importante) para estas actividades. De donde deviene una
observación no menor: ello me permite ser un “profesional a tiempo
completo”. Poder vender mis libros, arancelar mis cursos y
consultas no sólo se ha transformado con el correr del tiempo en un
digno modus vivendi: me ha permitido optimizar lo que hago y lo que
brindo. Simplemente, sostengo que si tuviera que manumitir mis
necesidades con cualquier otro trabajo, tan respetable como éste, el
mismo (éste, no aquél) quedaría circunscrito a la categoría de un
deseado pero no siempre bien atendido hobby y, por carácter
transitivo, mi formación, la investigación, la experimentación
(raíces sobre las cuales se construye una correcta devolución al
prójimo) se verían cuando menos severamente limitados. Claro que
alguno (de esos que duermen la siesta enroscados en la pata de la
cama) podría sostener que soy yo quien etiqueta mis quehaceres como
“dignos” y “respetables” pero, para otras opiniones, podrían
no tener nada de ello. Simplemente me encojo de hombros y si, “por
sus obras los conoceréis”, aduzco que sean los receptores de mis
esfuerzos los que juzguen. Y éste no es un mero argumento
ponciopilateano: la discusión ética debe enfocarse en si el público
recibe lo que espera, y si uno, el profesional alternativo, cumple
con justeza lo que promete. Si estos segmentos de la ecuación se
cumplen, se cumple el contrato social estipulado entre las partes,
ambas entonces satisfechas, y no sólo es legal: es también moral.
Queda claro que hay
miles de apasionados en estas disciplinas que no pueden, aún,
dedicarse de manera absoluta a estas actividades. En unos casos,
porque lo ven incorrecto (volveré sobre ellos enseguida), en otros,
porque encuentran dificultades para instrumentarlo. Pocos
conocimientos para hacer marketing de sí mismos, dificultad para
insertarse en el medio social donde se desenvuelven, incomprensión
de allegados, familiares o amigos. Son razones atendibles y, en todo
caso, modificables.
Pero también se
presenta otro argumento en contra. Y es aquel que sostiene que si
estos conocimientos llegan de… (y aquí un largo número de
sustantivos al gusto de cada uno: Dios, el Universo, los Registros
Akhásicos…) esa es razón más que suficiente para no
arancelarlos. Con todo respeto, digo, pierden de vista que, si bien
es cierto que muchos de esos conocimientos nacen en ámbitos
espirituales, se materializan en sus vidas a través de aprendizajes
que insumen tiempo, dinero, inversión en materiales, en ocasiones
viajes y gastos colaterales… Pero también, porque ustedes,
nosotros, nos desenvolvemos en este plano cuatridimensional donde, a
la par de considerar, evaluar y sopesar todo tipo de energías con
las que interactuamos, no podemos evitar uno de los vectores del
sistema: el dinero. Otra energía, a fin de cuentas, que no es un fin
en sí misma sino un medio para. Feliz de aquél, de aquella, que
tiene su vida material resuelta y puede elegir no cobrar porque su
supervivencia de todos los días está asegurada. Los otros
(nosotros) pobres obreros del Cambio y aún incrustados en el
Sistema, necesitamos manejar esa energía tanto como otras.
Además, lo que no
duele, no sirve, solía decir en un castellano macarrónico mi primer
sensei de Karate. Y el “ponja” (japonés, con todo respeto) tenía
razón: a pocos les duele algo tanto como cuando tienen que llevar su
mano al bolsillo. Entonces asistimos a una riada de gente muy
evolucionada y ascendida que llega al extremo, casi, de “exigirnos”
dar lo poco que sabemos o podemos en las condiciones, claro, que
ellos dispongan.
El problema no es
cobrar. El problema es cobrar desmedidamente. El problema es elitizar
el conocimiento. Resúltame risible recibir de vez en cuando algún
mail (aunque no lo puedan creer) de algunas personas que literalmente
demandan que dé todo gratis, y al cabo de unos meses encontrarme con
algunas de esas personas asistiendo a talleres de ciertos
instructores y “maestros” tasados en cientos de dólares. Pero,
claro, se trata de instructores y “maestros” siempre extranjeros
y, en lo posible, angloparlantes. Una vuelta de tuerca al cholulismo
seudo espiritualista. O planteémoslo de otra forma: si lo nuestro
debe ser una obligatoria actitud de “servicio”, los destinatarios
estarán, obvio, destinados kármicamente a ser “serviciales” con
nosotros. Algunos dirán que está bien, pero que o esa
correspondencia debe ser voluntaria, o debe ser en “especies”, ya
saben, algunas herramientas circunstanciales: alimentos, vestimenta,
viáticos, conseguirle al gurú de turno donde alojarse… Ahora
bien, si consideramos esta segunda alternativa, yo, que conozco
perfectamente mis necesidades, bien puedo establecer un “patrón de
trueque” y entonces, ¿cuál es el problema en que ese “patrón
de trueque” sea una suma dada de dinero? Y si se trata de la
primera opción, todos —todos— sabemos cuánta gente mezquina hay
que, vanagloriándose de su actitud pro espiritualista, boyan por la
vida con los egoísmos de toda la vida.
¿Saben? Hace años
hice la experiencia. Dediqué varios meses a brindar mi asistencia,
información y orientación sin costo fijo, librado a la buena
voluntad de los demás. A la vuelta de esos meses, los resultados
daban vergüenza ajena, con el agravante de ser los que menos
colaboraran quienes más importunaban. Así que regresé al
tarifario. Aranceles de cursos y de atención personalizada
previamente estipulados. Al que le parecía bien, ya. Y al que no,
¿por qué insistir conmigo, teniendo tantas opciones por ahí? Y sin
embargo, ahí, precisamente ahí, era donde aparecían algunos
obstinados que casi pataleando como niños malcriados me enrostraban
eso de “¡No, yo quiero que usted me enseñe —o atienda —
gratis!”. Ríanse. Me pasó más de una vez.
Pero si vamos al
caso, mucho más hipócrita es la actitud de algunos “colegas”
que exigen “donaciones amorosas” a precio fijo. Si una donación
es tal, y encima es “amorosa”, no puede tarifarse. Sean sinceros
y digamos, al unísono, la palabra tan temida: precio.
Claro es que hay
gente que por su difícil situación personal no puede pagar. Por eso
creo en la importancia de saber ajustar las cosas, de manera tal que
sea funcional a las necesidades del que da, pero accesible aún a
costa de quizás algún esfuerzo, del que recibe. Ustedes ya lo
saben, yo mismo dicto varios cursos gratuitamente, como una forma de
ser solidario con el conocimiento y poner al alcance de mucha gente
lo que quizás no podrían obtener de otra manera. Pero de allí a
concluir que uno (yo) tiene la obligación de dar todo gratis, eso
orilla la falta de respeto. Porque revela la secuencia (i)lógica de
su pensamiento: “si es del Universo —entonces— debe estar a
disposición de todos —ergo— este tipo debe dármelo porque viene
del Universo”.
¿Ah, sí?. Pues
para quien piense así permítanme presentar otra cadena de
razonamientos: “Si es del Universo —entonces— debe estar a
disposición de todos —ergo— andá a buscártelo vos”.
Porque se habría
olvidado un eslabón fundamental: el mensajero. Si a quien defienda
esa postura le resulta imposible —o cuando menos difícil—
obtener ese conocimiento “universal” por sí mismo, ¿no debería
preguntarse qué circunstancias, por qué razones, uno (yo, o
cualquiera) lo hemos alcanzado y él/ella no?. Claro que esas
circunstancias no serán kármicas, ni de elecciòn por parte de
algún ente superior. Serán (cualquiera sea el orden que prefieran),
que uno ha invertido tiempo, dinero, esfuerzos para ese logro.
Quizás no valga la
pena insistir. Quizás, y después de todo, como dijeran los profetas
de Les Luthiers:
“Time, is money”
El Tiempo, es un
maní.
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